No es difícil advertir que las relaciones entre literatura y filosofía han sido históricamente problemáticas, ya sea en virtud de instancias en que tienden a desdibujar sus fronteras, ya sea a través del rechazo a veces alérgico que provoca la amenaza de su propia confusión. La historia es testigo: a la desconfianza inicial de Sócrates se superpone una fascinación de la que pocos han escapado. Y es que la literatura ha acompañado a la filosofía a pesar de sus numerosos intentos por subordinarla al Bien o a la Verdad, de asignarle un rol meramente pedagógico o rebajarla a una copia pálida de lo real. Tenacidad impresionante que ha obligado a la filosofía a considerarla, a recurrir a ella e incluso a confrontarla. En resumen, a hacer lo que esta se ha dado como tarea: pensar.